HISTORIAS DEL PAIS DE LAS AGUAS

Supongo que Mario, movido por la certeza o la duda, no escribió cuentos ni novela en el título. Mucho antes de terminar su lectura, se entiende bien que haya elegido historias, cuyo sentido aquí vacila o se nos escamotea entre la amplitud de las narraciones, la seriedad de los acontecimientos dignos de memoria, y las murmuraciones del chisme y las mentiras. Estas últimas, como se sabe, son un género literario humorístico y casi extinto en el campo rural, pero que empresarios y políticos rescatan con entusiasmo en sus respectivos campos (e.g, algunos personajes historiados por Mario).

En las frases largas y cadenciosas de su escritura de revuelta sintaxis – moteada deformas arcaicas, o por lo menos extrañas a nuestros hábitos verbales -, la extrañeza cede ante la revelación paulatina de un universo.

Tienta relacionar esta estética, algo barroca, con otras literaturas americanas – García Márquez, Asturias, Carpentier-, vínculo que no pasa de homenaje o deuda menor.

Más títulos podrían reclamarle en otras lenguas parientes viejísimos que cultivaron otros oficios, bajo otros cielos, en un salto de cinco u ocho siglos atrás (para no apuntar a sus demasiado lejanas, aunque conocidas, trastiendas bíblicas). Más cercanos en su actualidad le son los grupos humanos, las fiestas aldeanas en las cercanías de los bosques, las escenas entrevistas tras unos árboles y cargadas de cálida humanidad, que pintó Brueghel el Viejo en el siglo XVI. Y a través de ellos, algo más distantes, se oyen las voces de los pícaros y las diabluras que registran los cuentos medievales.

Otra tentación desea vincular su verosimilitud a las vicisitudes de la vida isleña del autor. Puede ser, para algún lector cercano a sus asuntos. Habrá quienes, siguiendo el viejo espejismo de la realidad del espejo, reciban riendo o con ira algunos párrafos. Hay, claro, los deformes apellidos de algunos retratos, el tono de rememoración de cosas vividas; sobre todo, las constantes referencias parentales con las que va urdiendo estas breves epopeyas familiares, o la única saga en la que parece convertirse el conjunto, al cerrar la lectura.

Pero puestos agua, tierra y tiempo entremedio, me parece que persiste sólo la progresiva y seductora verdad del País de las Aguas, con sus pablados y pobladores, sus fragorosas geografías y los sucesivos linajes, doblados por la miseria espiritual o dotados de una luminosa entereza ante el infortunio. Un mundo que le debe menos a los avatares del autor que a la intensa y propia vida que respiran sus personajes.

Ricardo Mendoza Rademacher / Valdivia, 2010