EL JARDIN DE MANZANOS

Nacido del encuentro entre la escritora y la fotógrafa en torno a una imagen, El Jardín de Manzanos pertenece a una extensa familia literaria y visual: la del arte y la poesía clásica chinos; de las rubaiyat persas; de las húmedas acuarelas inglesas; de Bashô y del haiku japonés; del sereno intimismo de los bodegones occidentales. En suma, del arte de la contemplación. Texto lacónico en su breve extensión y en el tono casi siempre contenido, como si temiera trizar las visiones al nombrarlas, al fijar sus contornos o su temblor vital: «con pocas palabras», dice una página que, no obstante, declara el afán de transponer las innúmeras cosas a la lengua. Tal vez por ello, hacia el final del libro la voz se alza y desborda siquiera por breves instantes, invadido por la variedad del mundo el extenso tejido del espíritu, que hila desde los mínimos seres que aparecen en los sentidos (un pájaro, su canto, una rama inmóvil), hasta la intuición súbita del espacio estelar o el desconocido volumen del cuerpo. Las fotografías comparten también ese tono contenido, expresado en ellas por el ajuste del color al sepia, tan adecuado a la expresión de lo que surge revelándose en la conciencia del que contempla.
Antiguo y amistoso diálogo entre las palabras y las imágenes -enfrentadas a la naturaleza, al propio cuerpo, a las emociones-, no para el registro contable de estos, sino para ese harto más difícil ejercicio de entender, tratar de entender nuestra posición en el concierto de la vida.